Más tarde, el whisky sentado se alió con sus ojos, y juntos me reprocharon aquellas verdades que no caben en un carro de supermercado.
Cuando la alcoba se desnudaba y los monederos se vaciaban, llegó el alba, titilante dentro de una pompa de jabón.
Mecidos por el silencio de un viejo autobús, llegamos a un aeropuerto que ella engalanó de recuerdos de despedida.
Mientras su sensualidad repelía la tinta, mi voz quedóse ronca de callarse los hielos, y nuestras miradas evitaron encontrar Alejandría.
Llegada la hora, el abrazo tomó la palabra, y nuestros cuerpos se dijeron en un minuto todo lo que la sábana de la pasión entrelazada les había robado.
Así partió ella, con su preciosa sonrisa forzada, heraldo de tempestades, y con la maleta cargada de maravillas.
Después de aquello, me vi desbordado de parques y alamedas azules, y ni con dos Sabinas fui capaz de aprender a olvidarla en 500 noches.